EL PASO AÑOS 20

EL PASO EN LOS "ALEGRES" AÑOS 20
        Hace muchos años leí un versito que decía (letra más o menos) así: 

       “Qué rápida la nave va bogando, sobre el azul del mar. Un niño va en la proa, contemplando lo que falta por llegar, y un viejo va en la popa recordando lo que ha dejado atrás”. 

       Yo, que soy un viejo con mis 89 otoños a mi espalda, no voy en la popa del navío, pero sí estoy sentado en mi humilde escritorio recordando también lo que he dejado atrás. No sé si alguien ha dicho que recordar es como volver a vivir. Si no lo han dicho, ahí queda, pues yo así lo creo. 
       Yo quiero recordar, y para eso evoco a mi memoria cómo era El Paso en mi infancia y juventud en aquellos alegres años 20, y los cinco primeros de los 30; me explico: el 30 de Junio de 1936 salí de El Paso para Tenerife, para ingresar el día primero de Julio en el Regimiento de Infantería como soldado. A partir de ese día fue tan grande el cambio de mi vida, que no vale la pena recordar. Terminado este preámbulo, vamos a pasar la cinta de la película por mi mente y empiezan los recuerdos.
       El modo de vida
      El Paso era un pueblo eminentemente agrícola y ganadero. Había un censo veterinario donde figuraban cinco mil vacas lecheras en El Paso. En otoño se empezaba a preparar las tierras para la siembra, se barbechaba, y ya todas las madrugadas se oían los esquilones de las yuntas que iban camino del cercado a labrar. Los cercos de Las Cuevas era un hervidero de yuntas y labradores, afanados en su tarea antes de que empezaran las lluvias, pues las cabañuelas de San Miguel pronosticaban el tiempo (eso decía el Tranvía astrónomo del pueblo). El cerco que no se araba quedaba de “relba”. Se sembraban chochos, por ser una planta que no comía ningún animal, y ese grano, una vez curtido, se convertía en gofio para animales y personas, y también para comer como frutos secos. Las Cuevas era un vergel con las siembras y las cercas de tagasaste. Desde la montaña de Antonio José, o de El Pino de la Virgen, era una delicia contemplar esa gran extensión. Por las zonas de Las Garcías se acostumbraba a sembrar chicharones, y architas, para estacar el ganado y que fueran comiendo. También se sembraba el trigo y la cebada, igualmente por Tacande. Ya digo que no había pedazo de tierra que no fuera  aprovechada. En las huertas de las viviendas se cultivaban papas y verduras, árboles frutales también en cantidad, y de toda variedad. Al llegar el verano comenzaba un nuevo trabajo: la recolección. Se procedía a la siega de los cereales y el transporte a la era para la trilla. Para las acarreas se reunían varios con sus bestias, y una manta cada uno que llenaban de gavillas, amarraban por las cuatro puntas, cargaban, y a la era para hacer el frescal y trillar cuando le correspondierael turno que tenían asignado. Las trillas eran alegres, y los chicos nos divertíamos jugando en la parvada antes de trillarla, y tocando el ganado en la trilla. Otro trabajo pesado era la echada de la hierba al sol. Se hacía por cuadrillas, y algunas veces sólo el dueño. Se secaba ese pasto para almacenarlo para el invierno. También había que recoger las almendras, y se hacían las vareadas, los hombres con varas más o menos largas, tiraban las almendras, y por regla general, eran mujeres las recogedoras. Algunos ponían mantas debajo del almendrero, y muchas caían dentro, y era más fácil la recogida. Había también que recoger los higos y ponerlos a secar, pues abundaban las higueras por todas las zonas. Unos se secaban en tendales improvisados en la misma finca, y otros los traían a su casa, y los ponían en panas en la azotea. En verano se cogían muchos tunos, para comer las personas y ayudar a la ceba del cochino, pues muy pobrecita tenía que ser la casa que no criaba uno para matarlo en el otoño, salar la carne, y guardarla en un barril para comerlo en el invierno, con lo que se llamaba “el caldo”, hoy pomposamente un puchero. En las siembras de cereales por Tajuya se acostumbraba también a recolectar centeno. Las almendras tenían un proceso curioso. Al recogerlas venían con cáscara verde, y cuando terminaban las vareas, se hacían las peladas. Los que tenían pocas, las hacían con su familia, pero los que tenían cantidad, organizaban lo que se llamaba “la pelada”, y se reunían varones y hembras, porque al final había baile. Se ponía una mesa larga en una especie de salón, y sillas a los lados para sentarse los y las peladoras. Más adelante se hacían las quebradas, y se volvía a lo mismo: la mesa, las sillas, y además ante cada silla una piedra y una martilla, para cada quebrador/a. Siempre se sentaban por parejas, y a ser posible aquéllos que se decía que estaban enamorados. Efectivamente de esas quebradas salieron muchos noviazgos que se convirtieron en matrimonios. En la mayoría de las casas de familia, había por lo general una bestia caballar y una vaca lechera. Algunos tenían más de una. Y también alguna cabra y conejos, amén de gallinas y gallo. Era una época que se trabajaba mucho, pero se vivía y había tiempo para ir a los bailes de Monterrey y a las verbenas en la plaza nueva. El coste de la vida no era caro, pues con una perra se compraba una librita de pan, y con otra un trozo de dulce de guayaba, y vaya merienda! Las verduras, los que no tenían huerta, algunas se las regalaba algún familiar, y si las compraba, con tres perras iba al cabo de la calle. La fruta era de balde. Había por todos lados. Y en la época de los tunos, habían para todos. Decíamos que la vida no era cara, ¿cómo podía serla, si un obrero ganaba de jornal al día tres pesetas, y trabajaba de sol a sol? Después del año 31, con la República, se empezó a regular el trabajo, y el jornal pasó a ocho horas la jornada, y algo más el pago. Vamos a hablar algo sobre las costrumbres y las otras cosas. Costumbres paganas Los noviazgos tenían sus reglas, y eran los días de visita cuando el compromiso era efectivo. El novio visitaba bien atildado, los jueves y domingos por la tarde en casa de la novia, y algunos, bastantes, bajo la vigilancia de la madre de la novia, disimulada por supuesto. Se sentaban a enamorar unas horas, se le invitaba a café, y alguna vez hasta a cenar. En los bailes, la novia sólo bailaba con el novio, y nadie discutía esa primacía. Y en las fiestas y romerías iban juntos los novios. Por los carnavales, el carnicero de turno mataba una res vacuna grande, pues mucha gente compraba algo de carne para esos tres días comer algo extraordinario: arroz amarillo, sopa de garbanzos, etc. También, hasta casi los más pobres, conseguían por lo menos un almud de trigo que en el molino convertían en harina para hacer el amasijo de pan de leche. Se compraba algo de miel de caña, y con pan normal se hacían las sopas de miel, y en las casas más acomodadas se hacían rosquillas y otras chucherías golosas, todo ello para convidar a las visitas y parranderos. Con eso la bebida era, por regla general, el vino del país. El que no lo tenía de cosecha propia, compraba alguna cantidad según sus posibilidades, y siempre se quedaba bien. Se organizaban comparsas para los bailes de máscara, y se convidaba a la pareja con truchas en los bailes de Monterrey, y en ese evento se podía tomar una copita de anís o de mistela. Ésta se hacía de forma artesana en algunas casas. Cuando se mataba el cochino, a los familiares más cercanos y algún vecino amigo, se le obsequiaba con un trocito de carne, y ese presente se sabía que cuando el receptor matara el propio, lo devolvía. Según la época se regalaba algo de fruta, el que la tenía al que carecía de ella. Eran costumbres sanas. Los hombres los domingos por la tarde visitaban el bar central o Monterrey para jugar su partida de Zanga, Ronda, Envite, Tresillo o Dominó, y tomar café y cambiar impresiones con los amigos. Algunos también jugaban su partida de billar. Los bares eran frecuentados diariamente por los que tenían tiempo libre, y era ése su divertimento. Todo esto más o menos añadiremos las serenatas que hacían los jóvenes algunas noches, no hacía falta que fuera festivo. Costumbres religiosas Empezaremos por las misas de la luz. Se celebraban como preludio de la Navidad, y eran poco antes del amanecer. Se reunían muchos hombres ya mayores, y formando una especie de coro al son de las castañuelas y los pajaritos de agua entonaban villancicos durante la misa. Era algo emocionante. Al finalizar la ceremonia se reunían esos hombres en la calle y formaban el romance. Recuerdo a Don Antonio Cordobés González, que tocaba el tamboril que marcaba el son o cadencia del romance. Otro cantaba las coplas, y el resto formaban el coro para el estribillo. Viene a mi memoria aquel estribillo que decía “Viva la fe del cordero, viva que por ella muero”. Eso se repetía al final de cada copla, como aquéllas de “Coge el canastillo Juana, y con el pie tíralo al agua”, “Quita el burro del sereno, que se le serena el pelo”, “Échale cebada al burro, Juana lo tienes peludo”, “Hice una raya en la arena, por ver el mar donde llega”, etc. Esto es una pequeñísima muestra, pues habían romances que duraban horas. La semana santa era de mucho recogimiento, y las personas parecían tristes. No habían diversiones paganas. El Jueves Santo era la gran función religiosa. Misa cantada con la presencia de todas las hermandades. En los hombres, la del Santísimo, que muchos vestían hopa roja, y otros la medalla con cinta roja. Eran muchos los hermanos. Y por las mujeres, llevaban medalla de la Vírgen con cinta blanca, y algunas usaban mantilla y peineta, muy pocas. Para esa función, las mujeres, sobre todo las jóvenes, estrenaban vestido y calzado, las que su economía se lo permitía, y otras pobres, reformaban el vestido que aún estaba de buen ver, o lo teñían, una vez hecho piezas, y después se armaba de nuevo con algo reformado, y a lucirlo. El Viernes Santo era día de luto. No sonaban las campanas sino la matraca (¡cuántas veces la hice sonar!). Y para la procesión del Santo Entierro, los hombres que lo cargaban, o eran hermanos con la hopa roja, o vestidos con traje y corbata negros, y la banda de música entonando marchas fúnebres. Era tal el recogimiento y el respeto, que francamente sobrecogía. El sábado la aleluya era la diversión de los chicos. Al rasgarse el velo negro del altar y sonar las campanas, cuando el cura cantaba el Gloria, los chicos que ya habíamos conseguido una campanilla salíamos corriendo por la puerta de la iglesia y entrábamos por la sacristía, haciendo sonar las campanillas mientras que en el coro Don Vicente el Ciego ponía a tope el sonido del viejo órgano, y algunos cantantes de ambos sexos entonaban el Gloria de la misa de Ángelus. Era algo inolvidable. Quiero hacer constar que todo se celebraba en la Iglesia Vieja, pues la parroquia aún no funcionaba como tal. Después todo esto pasó a la Parroquia Nueva, pero algo se perdió por el traslado. Sobre el rancio sabor de aquel recinto, que tantos recuerdos guarda para muchísimos de los habitantes de El Paso. El domingo salía muy temprano la procesión del Santísimo. Bajaba por el Camino Real, atravesaba por el de Don Fermín, subía por la Cuesta del Chorro, y venía hasta la plaza. En la palmera de Doña Pilar Herrera se formaba una especie de altar, y allí descansaba hasta que continuaba a la iglesia. Por todo el trayecto se acompañaba con cánticos religiosos y rezos. Después venía el Jueves de Corpus, otro día grande, pues en aquella época se decía “Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Cristi, y el Día de la Ascensión” (hoy no se celebra ninguno con esa admiración. En su sitio sólo queda el Jueves Santo. Los otros dos los cambiaron de día y fecha). Después se estableció la procesión del Corazón de Jesús al Calvario. Las primeras que yo me acuerdo no habían arcos ni grandes alfombras, sólo enrame por el camino, flores y gran enramada en el Calvario, donde había una especie de púlpito, y el cura pronunciaba un sermón. En ciertas fechas se hacían novenarios, y se traía algún predicador. Los había muy buenos. Yo recuerdo uno de Tenerife, me parece se llamaba Don Sebastián Padrón, o algo así. Cuando ése predicaba en la Iglesia Vieja, la gente salía por la puerta, bajaba la escalera y llegaba al camino, sólo por oírlo, pues sus sermones eran una maravilla. Los bautizos y las bodas, algunos eran bastante sonados, con buenos convites y fiesta. Los entierros también había diferencia. Los ricos disponían que el “beneficio” (así se llamaba lo formado por el cura, el sorchantre, la cruz alta con los ciriales) fuera a buscarlo a su casa, y lo acompañara hasta el cementerio. Entonces no se llevaban a la iglesia. Por todo el camino, el sorchantre y el cura cantaban salmos, sobre todo el célebre miserere. También solicitaban una banda de música para que les interpretara marchas fúnebres en el recorrido. El cura vestía capa nueva dorada y negra, y el sorchantre, sotana y sobrepelliz. Los no tan ricos, los esperaba el cura en la plaza, con la cruz y los ciriales, y los acompañaba con cánticos hasta el cementerio, y a los pobres, iba el cura con un monaguillo y una cruz de metal, que se llevaba en la mano al cementerio, y allí les rezaba un responso. Aclaro que había entierros de primera clase, que se armaba un túmulo de tres pisos frente al altar, con seis grandes candelabros y sus velones correspondientes, y cánticos en el coro por el cura, el sorchantre y el organista, antes de salir a buscarlo al domicilio. También los había de primera con túmulo y alfombra negra, pero sin cánticos previos, pero sí en el trayecto al cementerio, con cruz alta y ciriales. Otra clase de segunda con túmulo de un piso, menos velones y menos cánticos. Otra de tercera sin túmulos ni cánticos. Y por último, a los pobrecitos, una cosa que se llamaba “Oficio sepultura”, y era una alfombrita negra en la puerta de la iglesia, y el cura con roquete y estola negra, acompañado de un monaguillo con la crucita de metal, iba al cementerio a rezar el responso. Por todo esto se cobraba un dinero, según un arancel del obispado, y de ese dinero cobraban el cura, el sorchantre y el organista. Sacristán y monaguillos eran cargos honoríficos. Yo creo que el sacristán sí pillaba algo. Una parte pecuniaria iba al obispado. También se cobraba por los bautizos y las bodas, aparte de las colectas. Ya se decía entonces: “Vives mejor que un cura”. En esa época era obligatoria la sotana, y por eso se decía también: “Esto es más difícil que verle la bragueta a un cura”. Verdad que la dificultad era grande. Juegos infantiles Ahora les toca el turno a la gente menuda. Los niños y las niñas empezaban a la escuela a los siete años, para leer la cartilla. Después los carteles que estaban en las paredes. Seguían el catón y el lenguaje, la primera enciclopedia con varias materias resumidas, y por último la enciclopedia superior, y cuando se dominaba esto, ya eras un medio sabio y se acabó la escuela. Para escribir, empezaba la pizarra con el pizarrín, y a hacer palotes, primero chicos y después grandes. Todo lo relacionado con la escritura era a base de muestras puestas por el maestro, salvo cuando ya estabas bastante adelantado, que había una libreta con muestras y frases a copiar para la caligrafía. Habían algunos muy aprovechados y otros más torpes o gandules como un servidor. Los juegos eran muy variados, y no había un lugar determinado. En la Plaza Vieja, cuando no había paseo de la juventud, jugábamos a diferentes cosas, según el número de participantes: al jilo verde, ramito escondido, perro conejo, la piola, y uno muy original y algo peligroso, pues algunos no querían participar, se denominaba “monta la niña”. Me explico: entre los participantes se formaban dos grupos. Como mínimo serían tres en cada grupo. Máximo no había número determinado. Los grupos serían los más parejos por estatura y poderío, salvo que hubieran voluntarios. Se sorteaba el comienzo para ver quién tenía que ponerse debajo. Entonces el primero, apoyando las manos en la pared, se ponía como a cuatro patas, y los demás ponían la cabez en la popa del anterior, y las manas se sujetaban a los costados del anterior. Echa la fila, empezaba el otro grupo al grito de “¡monta la niña!”, corrían de uno en uno y saltaban sobre la fila uno detrás de otro. Si al saltar se caía alguno, o el último no podía hacerlo por no haberle dejado espacio, se consideraba perdido, y había que ponerse debajo y los otros tomaban el salto. Eso se repetía varias veces hasta que se cansaba algún participante y se daba por terminado. Se jugaba al boliche, al trompo, y se corría con un arco de barrica guiándolo con una verguilla de alambre hecha a propósito, y por regla general, la verguilla la hacía uno mismo. Era fácil. Estos juegos cada uno tenía su época, y se practicaba en cualquier lugar. Sólo hacían falta dos participantes. Hacíamos también carritos de penca, que algunos muy habilidosos, y con pencas escogidas, hacían verdaderas maravillas ¡y qué ufano iba uno conduciendo su carrito!. Para conducirlo se ponía una vara donde se suponía iba el motor, y con ella se empujaba y se dominaba. También estaba la tabla para encima de ella, sentado, y previo pequeño engrase en la parte que iba a las piedras, nos deslizábamos cuesta abajo. Los de la plaza lo practicábamos en la Cuesta del Sacristán y en la del Chorro. Este deporte se llevó a la Cuesta de la Cruz Grande, y ahí sí que se reunían participantes en cantidad de diferentes barrios. Algunos tenían tablas grandotas de tea, y con sebo las untaban por debajo. Cuando una de esas tablas cogía velocidad ¡agárrate!, pues el leñazo era seguro. A pesar de eso, tabla bajo el brazo, y a empezar de nuevo. Imagínense cuando corrían varios a la vez. De ahí nos echó el municipal (sólo había uno en esa época, y era suficiente), pues los vecinos se quejaron al alcalde, porque las piedras se estaban engrasando, y las bestias y las personas resbalaban con peligro de caídas graves. Pero en la época de primavera, cuando la hierba estaba verde en su apogeo, nos íbamos a la ladera de poniente de la montañita, y con pencas grandes de unas tuneras que había cerca de la Cueva de la Morada, en el barranquero, cogíamos una cada uno, le quitábamos los picos, la medio pelábamos por una cara, y desde la parte alta de la ladera, montados sobre la penca, iniciábamos la carrera sobre la hierba que se iba agostando, y a ver quién llegaba primero y sobre la penca al barranquero. Era una buena tirada. El que se caía o abandonaba, tenía que esperar a que subieran todos para empezar de nuevo. También jugábamos a la pelota, con pelotas de trapo o de papel, pues las de goma eran caras para nosotros. Ya mayorcitos empezamos al fútbol en la montañita, y como no, las luchadas, pues como ese deporte lo practicaban los mayores con mucha frecuencia, y hacían desafíos, pues los chicos no queríamos ser menos. Confieso públicamente que como luchador era un perfecto calamidad, pues las veces que agarraba, lomazo que me llevaba hasta que dije no más. Qué juegos más pobres, pero ¡qué felicidad nos invadía!. Recuerdo cuando Nélida promocionaba la fiesta del callejón en los Cernícalos, y en un pequeño llano del camino entre su casa y la de Juan Perote se montaba una sortija para los chicos, y no les digo lo orgullosos que estábamos los participantes, montando cada uno un brioso caballo de caña o de palo de almendrero, o un cuje, y a correr la sortija. Hubo alguno que tuvo la suerte de que alguien le formó una cabeza de caballo, y se la ataban a la caña o palo que montaba, y eso era el no va más y la envidia de todos. Los niños de familia pudiente tenían también sus juguetes caros: caballitos de cartón, pequeños y medianos, escopetas que la bala era un tapón de corcho amarrado con un hilo, pistolas de agua, y hasta una pequeña batería para orquesta. Cosas muy bonitas, pero muchas veces se unían a nosotros para conducir un carrito de penca. Las niñas jugaban en la Plaza Vieja al corro, a la rueda, al matarile, a la gallina ciega, a “cuántos perritos tiene el agua”, y cantaban sus letras de cada juego. También se reunían amiguitas y en casa de una jugaban a las casitas, y con ayuda de alguna madre, hasta se hacían una especie de caldo con sus verduritas. Para jugar algunas tenían sus cocinitas, y cositas propias de su edad, muñecas y cunitas. También hay que diferencias entre las pobres y las pudientes. No hacía falta que fueran ricas, pues mientras unas se conformaban con la muñeca de trapo, y cabecita y manita de cartón, una pepona, otras las tenían bastante bien vestiditas con cabezita de yeso o porcelana, y manitas y pies del mismo material, pero no había envidia, y jugaban juntas, y se prestaban los juguetes. Sinceramente reconozco, que en plena monarquía y dictadura de Primo de Rivera, aquello era una verdadera democracia infantil. Tuve amigos, no muchos, pero sí suficientes, y aún queda alguno, pero quiero hacer constar un recuerdo especial que sirva como oración para aquéllos que por haber hecho el viaje largo a la eternidad, nos han dejado: Carlos Díaz Herrera, Juan Roberto Acosta Herrera, Tico Simón González, Evelio el de Juana Ramos (éste fue el primero), Edilio González Fernández, Norberto Riverito, Indalecio Hernández Pérez, Rodrigo Espinosa Casañas, Antonio Nazco, Rosalino, Marín Capote Afonso, y aquí no cuento a los de mi familia, que también son bastante y están en mi memoria. Y como final de esta perorata, remataré con otra parodia. Decía un poeta: “esto Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron un día itálica famosa”. Y ahora digo yo: “esto Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora, campos agrestes, mustias cercas y cercados, fueron las cuevas, vergel de tagasastes, trigales, dehesas y cebadas, animados con la viva presencia del ganado, pastando sosegado”. Que sirvan estos viejos (y a lo peor equivocados) versos como homenaje a mi pueblo de El Paso, al que a pesar de estar tantos años ausente del mismo, y visitado esporádicamente, nunca lo he olvidado.

Ezequiel González González